Elaine Martins Alabando en el Presidio

domingo, 30 de junio de 2013

La cárcel de San Pedro es una ciudad dentro de otra, donde la gente hace de todo para sobrevivir

Uno de los internos fabrica bebidas alcohólicas de frutas, yuca y arroz. Hay inquilinos que pagan 300 bolivianos por una celda de tres por tres metros, aproximadamente.
Dos botellas con bebida alcohólica en una de las celdas de la cárcel de San Pedro de La Paz
La cárcel de San Pedro es una pequeña ciudadela enclava en el centro de La Paz, que en sus poco más de 8.000 metros cuadrados replica lo que ocurre en las grandes urbes del país: diferencias sociales, ajetreado comercio y gente que viene y va realizando actividades para sobrevivir. En sus calles hay personas que piden dinero para subsistir  y otras que, en el otro extremo de la escala económica, se dedican al comercio y administración de bienes inmuebles.
Y como en toda urbe, hay también destilerías, en este caso artesanales y camufladas en pequeñas celdas, donde cualquier fruta o tubérculo puede dejar de ser alimento para convertirse en poco tiempo en algún licor, que luego se vende a buen precio a una población a la que le sobran motivos para ahogar las penas con alcohol.
La cárcel de San Pedro es una edificación de más de 100 años que alberga aproximadamente a 2.000 reclusos, la mayor parte sin sentencia. Las celdas, que más parecen habitaciones de algún conventillo, están desplegadas en la parte baja y el primer piso de la edificación, que está dividida en secciones y áreas comunicadas por estrechos pasillos que desembocan en patios. En uno de ellos destaca la imagen de San Martín de Porres, el santo que dedicó su vida a ayudar a los pobres. 
Este jueves, cuando La Razón Digital visitó el penal, un sol tenue ingresaba tímido hasta las calles del recinto carcelario sobresaturado de edificaciones improvisadas que intentan dar cabida a la sobrepoblación penal. Las celdas de aproximadamente tres por tres metros están divididas en dos y en algunos casos se alquilan a 300 bolivianos por mes, según tarifa definida por “los propietarios”, contó uno de los inquilinos. “Hay varios y tienen varias propiedades”, reveló.
Dijo que se trata de una sociedad con sus propias reglas y normas internas, donde al igual que ocurre fuera de sus paredes hay transgresores, por lo cual fue formado un grupo de seguridad. Durante la visita, vimos al menos a cuatro personas con distintivos de seguridad. Son los mismos reclusos que hacen de seguridad privada.
Tras la puerta de metal y las rejas que separan a los reclusos de la libertad, decenas de personas se encuentran aglomeradas esperando una visita o simplemente para ver a quienes caminan en la plaza Mariscal Sucre, que está frente al reclusorio. Otras caminan ansiosas esperando la llegada de algún visitante para trabajar como “taxis”, que es el denominativo que llevan quienes se dedican a llevar mensajes o a guiar a las visitas.
Y cuando algún extraño ingresa  recibe de inmediato una avalancha de ofertas, para comprar alguna artesanía, dulces, pasteles o alguna otra cosa. Uno de los reclusos lleva una bandeja con galletas que rellenó con dulce de leche y bañó con coco rallado. De su venta depende su subsistencia.
Los taxis pelean por clientes como ocurre en los aeropuertos y cuando se comienza a circular por las calles del penal se encuentra de todo: puestos de venta de comidas, de golosinas, salteñería y hasta  un puesto de venta de controles remoto para televisores.
“Tenemos que comer, hay que conseguir dinero”, explica un entrevistado que pide guardar su nombre en reserva, aunque se anima a detallar que no es boliviano y que ya está tres años con detención preventiva. Él también encontró una actividad para ganarse el pan del día, en su pequeña celda instaló una artesanal fábrica de bebidas alcohólicas, por lo que asegura que en la cárcel “no necesitamos alcohol” (del que ingresan desde afuera).
En su celda entra un catre de una plaza que cubre con una frazada a cuadros y en una pequeña repisa un televisor blanco y negro de 12 pulgadas. Al lado del catre oculta dos botellas del licor que elabora, listas para la venta, y a la vista, en la puerta de ingreso, está un pequeño mueble con verduras, frutas y una estufa, que forman parte de su fábrica de alcohol.
“Hago la bebida de piña, papaya, plátano, arroz y de yuca. Paro esto necesito azúcar, por balde necesito como cuatro libras de azúcar. Acá ya está macerando, mira, es de arroz, para que tenga más fuerza. Otros pensaban que le echaba alcohol, pero no, solo es maceración por cinco días”, explicó mientras mostró el 
balde de maceración con el “quita penas”.
El resultado de este proceso es comercializado en 10 bolivianos, en botellas desechables de litro y medio de gaseosas. “Hay que juntar siempre (la venta) para vivir tranquilo también”, justificó y contó que ahora la venta bajó, por todo lo desatado a partir de la denuncia de violación a una menor en el recinto.
El director de Régimen Penitenciario, Ramiro Llanos, denunció ese hecho, que apresuró la decisión de cerrar el centro de reclusión a partir de mediados de julio a nuevos presos, quienes serán llevados al penal de Chonchocoro, al centro Calahuma y a otros recintos en Patacamaya y Sica Sica. Además serán retirados del penal, los hijos mayores de 11 años de los presos, a quienes se destina un pre-diario.
Al menos 80 mujeres pernoctan en las celdas de sus parejas, pero para ello también hay que pagar, según la fuente. “Mi señora paga cinco bolivianos al encargado de la puerta”. Él tiene un pequeño niño que se queda al cuidado de la madre fuera del recinto penitenciario.
Quien alquila la celda al fabricante de alcohol artesanal es uno de los beneficiados en esta sociedad encerrada. También es privado de libertad, pero es dueño de al menos siete celdas, además del billar. Hay otro, según cuentan los reos, que administra una tienda y es propietario de cinco celdas.
La Posta es algo así como la zona Sur en el caso de La Paz, es la sección en la que están los privilegiados, separados de los “presos comunes”. Los reclusos cuentan que ingresar en este sector cuesta mucho y que quienes lo consiguen viven en mejores condiciones y con mayor seguridad, que es una de las cosas que más preocupa dentro de estas paredes.
Como al entrar, al salir del penal llueven los ejemplos de los esfuerzos que deben hacer sus habitantes para sobrevivir en un mundo hostil. Un joven se acerca a una mujer que vende comida y le lanza una propuesta que pone a prueba su sensibilidad. “¿Cuándo le he pedido algo señora? Es la primera y última vez que le voy a pedir algo: regálame 50 centavos”. El dinero cae a sus manos y pinta una sonrisa en su rostro.

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