Elaine Martins Alabando en el Presidio

domingo, 27 de mayo de 2012

Mi celda-autobús: las cárceles improvisadas de Brasil


Mi celda-autobús


En una húmeda calle comercial en el suburbio de clases trabajadoras de Sao Gonçalo, en Río de Janeiro, las mujeres y los niños hacen cola con tupperwares con alubias y bolsas de la compra con galletitas saladas delante de lo que solía ser una caballeriza.
Cientos de hombres acusados de tráfico de drogas, de asesinato, robo, violencia sexual o actividades paramilitares les están esperando dentro.
Es algo tan rutinario como ilegal: estas cárceles improvisadas jamás tendrían que haber existido.
Con las cárceles oficiales sobrepobladas, la Policía de Brasil lleva décadas convirtiendo cualquier estructura a su mano (en algunos casos viejos autobuses y contenedores) en alojamiento temporal para sus detenidos. Pero las instalaciones temporales se han convertido en el lugar en donde algunos esperan durante años la llegada de su juicio.
Estas cárceles operan sin presupuesto o administración. Los familiares de los detenidos les llevan comida y otros productos básicos. Algunos detenidos privilegiados son elegidos para gestionar las cárceles bajo la supervisión de unos cuantos policías. La corrupción abunda.
“Encontramos el caso de un niño que había robado pescado. Y el de un travesti que tiró una piedra a un coche porque alguien le había llamado marica”, explica Parto Antonio Carlos Costa, presidente del grupo de protesta Río de Paz. La organización, una de las entidades líder en defensa de los derechos humanos en Río, lucha intensamente por lograr el cierre de estas cárceles improvisadas y se encarga además de llevar suministros médicos a los detenidos.
“Hemos encontrado a gente esperando allí tres años porque no tienen abogados. No tenían ninguna información de sus procesos judiciales”, comentan.
Los grupos de derechos humanos celebraron que Rio de Janeiro se convirtiese el mes pasado en el primer estado brasileño que aprueba el cierre por completo de estos centros de detención.
¿Pero a dónde van a ir los detenidos? Algunos críticos advierten de que muchas de las casas de custodia prometidas por el Gobierno todavía se tienen que construir, y que las cárceles existentes están repletas de reclusos.
Los cierres de esas instalaciones son algo digno de ver. En un sábado reciente, muchos familiares se quedaron asombrados en Sao Gonçalo al ver un camión de mudanzas acercarse al desvencijado portón amarillo del centro improvisado rotulado como “Cárcel de ciudadanos”.
Algunos prisioneros vestidos con pantalones cortos transportaban aparatos de aire acondicionado, batidoras y neveras desde la cárcel al camión. Les conocen como los “faixina”, un grupo privilegiado que disfruta de celdas cómodas a cambio de encargarse de la limpieza y de tareas de mantenimiento.
Los otros reclusos, sudorosos y sin camisa, subían esposados a los vehículos blindados que les esperaban.
La tasa de población reclusa en Brasil (ahora de 260 por cada 100.000 habitantes) se ha triplicado en los últimos 15 años. Esta tasa está en un lugar intermedio en el promedio deAmérica Latina, por encima del de Venezuela y Argentina, pero menor que en Chile oEl Salvador.
Pero dado el gran tamaño de Brasil, esto significa que la población reclusa podría parecer minúscula en comparación con otros países latinoamericanos. Con medio millón de prisioneros, su población reclusa es seis veces la de Colombia, el siguiente país con más encarcelados en América Latina.
Brasil tiene la cuarta población reclusa más numerosa del mundo.
Casi la mitad de los reclusos de Brasil están a la espera de juicio, según varias organizaciones, entre ellas Human Rights Watch.
En 1999, un gobernador de Río de Janeiro decretó que los detenidos a la espera de juicio deberían de permanecer en centros de custodia espaciosos. Pero Río no los ha construido con la suficiente rapidez.
La caballeriza convertida en cárcel en Sao Gonçalo tenía una capacidad máxima para 400 personas, pero ha acogido por sistema a unos 800. Algunos prisioneros dicen que tenían que dormir de pie atados a las paredes.
Pero la calidad en el trato a los reclusos varía enormemente.
“Para ser una cárcel, las condiciones aquí son muy buenas”, dice un ex vendedor de coches de 46 años acusado de homicidio que no quiere revelar su nombre. Padre de cuatro hijos, lleva casi un año en una cárcel policial y tiene su propio colchón en una habitación con ventiladores.
Juega a videojuegos y puede ver la televisión en su cuarto, que está situado debajo de unas zonas privadas para visitas conyugales.
Es uno de los prisioneros elegidos para formar parte de la “faixina”, que según los policías son reclusos que se han ganado su confianza. Asegura que prefiere quedarse en la prisión improvisada a ser trasladado a una cárcel legal. “Para mí va a ser realmente terrible”.
“Pues claro, porque son de la faixina”, grita el recluso Antonio de Ednilson da Silva, de 22 años, cuando se le pregunta por qué hay gente que se quiere quedar. Según él, hay celdas para 10 en las que duermen 50 prisioneros espalda contra espalda. “Ellos [los faixina] viven en una habitación con aire acondicionado; nosotros, en una sauna”.
Pero todos los prisioneros sin distincion admiten que echarán de menos las normas relajadas para las visitas, que no tienen nada que ver con las del sistema penitenciario, en donde los familiares tardan meses en lograr los pases para visitantes.
Los policías en los centros improvisados son más flexibles a la hora de permitir visitas.

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